Rincon de lectura




 
Tam Lim
Cuento 

Janet, la hermosa hija de un conde de las Tierras Bajas, vivía junto a su padre en un castillo de piedra gris rodeado por verdes praderas. Un día, cansada de coser en su gabinete y de jugar largas partidas de ajedrez con las damas de la corte de su padre, se puso un vestido verde, trenzó su pelo rubio y salió sola a dar un paseo por los frondosos bosques de Carterhaugh.

Recorrió claros silenciosos donde brillaba el sol y el césped era tan mullido como una alfombra. Bajo la sombra verde crecían exuberantes las rosas silvestres y los largos tallos de las campanillas blancas formaban un dosel sobre su cabeza.
Janet extendió la mano y cortó una rosa blanca para prenderla en su cintura. Apenas había separado la flor de la rama, cuando apareció un joven frente a ella en el sendero.
—¿Cómo te atreves a cortar las rosas de Carterhaugh y a pasar por aquí sin mi permiso? —le preguntó.
—No quise hacer nada malo —se disculpó ella.
—Mi misión es proteger estos bosques y cuidar que nadie perturbe su paz —dijo el joven.
Luego sonrió lentamente, como alguien que no ha sonreído durante mucho tiempo, y cortó una rosa roja que crecía junto a la rosa blanca que Janet tenía en la mano.
—Sin embargo, sería muy feliz si pudiera dar todas las rosas de Carterhaugh a una dama tan hermosa como tú.
—¿Quién eres, joven gentil? —preguntó Janet mientras tomaba la rosa.
—Me llamo Tam Lin —respondió el joven.
—¡Oí hablar de ti! Eres el caballero elfo —exclamó Janet y arrojó la rosa con temor.
—No temas, hermosa Janet —dijo Tam Lin—. Aunque me digan caballero elfo, soy tan humano como tú.
Y Janet escuchó asombrada mientras Tam Lin contaba su historia.
—Mi padre y mi madre murieron cuando era muy pequeño y mi abuelo, el conde de Roxburght, me llevó a vivir con él. Un día, mientras cazábamos en estos mismos bosques, comenzó a soplar un viento extraño desde el norte, que secó todas las hojas de los árboles. Sentí que me invadía un sueño profundo y me fui alejando de mis compañeros hasta que me caí del caballo. Cuando me desperté, estaba en la tierra de las hadas. La Reina de los Elfos me había raptado mientras dormía.
Tam Lin hizo una pausa, como si estuviera recordando esa tierra verde y encantada.
—Desde entonces —continuó—, estoy sujeto al hechizo de la Reina de los Elfos. Durante el día cuido los bosques de Carterhaugh y por la noche regreso a la tierra de las hadas. Oh, Janet, cómo quisiera regresar a la vida humana de la que me arrancaron. Deseo con todo mi corazón verme libre del encantamiento.
Tam Lin hablaba con tanta pena que Janet preguntó ansiosamente:
—¿Y no hay ninguna manera de lograrlo?
Tam Lin tomó las manos de la joven entre las suyas.
—Esta noche es Halloween, Janet —dijo—, la noche entre todas las noches en que hay una posibilidad de devolverme a la vida humana. En Halloween los seres mágicos viajan a otra comarca y yo voy con ellos.
—Dime cómo puedo ayudarte —dijo Janet—. Lo haré de todo corazón.
—Al llegar la medianoche —le explicó Tam Lin—, debes ir a la encrucijada y esperar allí hasta que pase la caravana de los seres mágicos. Cuando veas acercarse al primer grupo, no te muevas y déjalos seguir su camino. Lo mismo harás con el segundo grupo. Yo iré en el tercer grupo, montado en un corcel blanco como la leche y llevaré una corona de oro en la cabeza. Entonces correrás hasta mí, Janet. Derríbame del caballo y abrázame. No importa que hechizos lancen sobre mí, abrázame fuerte y no me sueltes. De esa manera podrás devolverme a este mundo.
Esa noche, poco antes de las doce, Janet corrió hacia la encrucijada y se ocultó entre los arbustos espinosos. La luz de la luna centelleaba en el agua de los arroyos, la sombra de los arbustos dibujaba figuras extrañas sobre la tierra y las ramas de los árboles crujían aterradoramente sobre su cabeza. El viento traía un leve sonido de galope. Se acercaban los caballos mágicos.
Janet sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se encogió en su capa mientras miraba expectante en dirección al camino. Primero vio el brillo de los arneses de plata, luego la estrella blanca en la frente del caballo que encabezaba el cortejo y pronto apareció ante su vista un grupo de seres mágicos con caras pálidas de rasgos afilados en los que se reflejaba la luz de la luna y extraños bucles élficos que se agitaban en el viento mientras cabalgaban.
Mientras pasaba el primer grupo, encabezado por la Reina de los Elfos que montaba un corcel negro como la noche, Janet se quedó inmóvil y los miró alejarse. Tampoco se movió cuando pasó el segundo grupo. Pero en el tercer grupo distinguió el caballo blanco de Tam Lin y vio el brillo de la corona de oro sobre su frente. Entonces salió de la sombra de los arbustos, corrió a sujetar las riendas del caballo, derribó a Tam Lin de la silla y lo rodeó con sus brazos.
Inmediatamente brotó un grito espectral:
—¡Tam Lin se escapa!
El caballo negro de la Reina de los Elfos corcoveó al sentir el tirón de la rienda para detenerlo. La Reina se volvió y sus ojos hermosamente inhumanos se detuvieron en Janet y Tam Lin.
Mientras Janet lo abrazaba con todas sus fuerzas, la Reina lanzó un hechizo sobre Tam Lin, quien se fue encogiendo más y más hasta transformarse en una lagartija escamosa. Janet la mantuvo apretada contra su pecho.
Luego sintió que algo se deslizaba entre sus dedos y la lagartija se transformó en una serpiente fría y escurridiza que se le enroscó al cuello mientras la sujetaba firmemente.
Un momento después, sintió un dolor ardiente en las manos y la fría serpiente se transformó en una barra de hierro al rojo. Lágrimas de dolor corrían por sus mejillas, pero Janet siguió abrazando a Tam Lin con la decisión de enfrentarse a lo que fuera para salvarlo.
Por fin, la Reina de los Elfos comprendió que había perdido a Tam Lin para siempre por la fuerza del amor de una mortal y le devolvió su aspecto original. En brazos de Janet, Tam Lin era nuevamente un ser humano. Janet lo envolvió triunfalmente en su capa. Y mientras la caravana reanudaba la marcha y una afilada mano verdosa tomaba las riendas del caballo en que había montado Tam Lin, se escuchó la voz de la Reina de los Elfos en amargo lamento:
—Hemos perdido al más apuesto de todos los caballeros de mi cortejo en manos de los mortales. ¡Adiós, Tam Lin! Si hubiera sabido que una mortal sería capaz de arrancarte de mi lado con su amor, te habría quitado el corazón humano y puesto en su lugar un corazón de piedra. Y si hubiera sabido que la hermosa Janet vendría a Carterhaugh, habría transformado tus ojos grises en un par de ojos de madera.
Mientras la Reina hablaba, la pálida luz del amanecer comenzó a iluminar la tierra. Con un grito sobrenatural, los jinetes mágicos espolearon sus caballos y se alejaron a toda velocidad. El sonido de las campanillas de los arreos se desvaneció en la distancia.
Tam Lin besó las manos ampolladas de Janet y juntos regresaron al castillo de piedra gris.

Fuente: Scottish Folk Tales and Legends. Recopilación de Barbara Ker Wilson (Londres, Oxford University Press, 1954).


Cuento La bella durmiente
La bella durmiente
Cuento

Hace muchos años vivían un rey y una reina quienes cada día decían: “¡Ah, si al menos tuviéramos un hijo!” Pero el hijo no llegaba. Sin embargo, una vez que la reina tomaba un baño, una rana saltó del agua a la tierra, y le dijo: “Tu deseo será realizado y antes de un año, tendrás una hija.”
Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina tuvo una niña tan preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha, y ordenó una fiesta. Él no solamente invitó a sus familiares, amigos y conocidos, sino también a un grupo de hadas, para que ellas fueran amables y generosas con la niña. Eran trece estas hadas en su reino, pero solamente tenía doce platos de oro para servir en la cena, así que tuvo que prescindir de una de ellas.
La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuando llegó a su fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más portentosos regalos que pudieron: una le regaló la Virtud, otra la Belleza, la siguiente Riquezas, y así todas las demás, con todo lo que alguien pudiera desear en el mundo.
Cuando la décimoprimera de ellas había dado sus obsequios, entró de pronto la décimotercera. Ella quería vengarse por no haber sido invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó con voz bien fuerte: “¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se punzará con un huso de hilar, y caerá muerta inmediatamente!” Y sin más decir, dio media vuelta y abandonó el salón.
Todos quedaron atónitos, pero la duodécima, que aún no había anunciado su obsequio, se puso al frente, y aunque no podía evitar la malvada sentencia, sí podía disminuirla, y dijo: “¡Ella no morirá, pero entrará en un profundo sueño por cien años!”
El rey trataba por todos los medios de evitar aquella desdicha para la joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en el reino fuera destruído. Mientras tanto, los regalos de las otras doce hadas, se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa, modesta, de buena naturaleza y sabia, y cuanta persona la conocía, la llegaba a querer profundamente.
Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años, el rey y la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en palacio. Así que ella fue recorriendo todo sitio que pudo, miraba las habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una vieja torre. Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar a una pequeña puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando la giró, la puerta súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana sentada frente a un huso, muy ocupada hilando su lino.
“Buen día, señora,” dijo la hija del rey, “¿Qué haces con eso?” – “Estoy hilando,” dijo la anciana, y movió su cabeza.
“¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan lindo?” dijo la joven.
Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había tocado el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ellá se punzó el dedo con él.
En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba allí, y entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para todo el territorio del palacio. El rey y la reina quienes estaban justo llegando a casa, y habían entrado al gran salón, quedaron dormidos, y toda la corte con ellos. Los caballos también se durmieron en el establo, los perros en el césped, las palomas en los aleros del techo, las moscas en las paredes, incluso el fuego del hogar que bien flameaba, quedó sin calor, la carne que se estaba asando paró de asarse, y el cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo al joven ayudante por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento se detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía.
Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de espinos, que cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y cubrieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni siquiera una bandera que estaba sobre el techo. Pero la historia de la bella durmiente “Preciosa Rosa,” que así la habían llamado, se corrió por toda la región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes llegaban y trataban de atravesar el muro de espinos queriendo alcanzar el castillo. Pero era imposible, pues los espinos se unían tan fuertemente como si tuvieran manos, y los jóvenes eran atrapados por ellos, y sin poderse liberar, obtenían una miserable muerte.
Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y oyó a un anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada Preciosa Rosa, quien ha estado dormida por cien años, y que también el rey, la reina y toda la corte se durmieron por igual. Y además había oído de su abuelo, que muchos hijos de reyes habían venido y tratado de atravesar el muro de espinos, pero quedaban pegados en ellos y tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven príncipe dijo:
-”No tengo miedo, iré y veré a la bella Preciosa Rosa.”-
El buen anciano trató de disuadirlo lo más que pudo, pero el joven no hizo caso a sus advertencias.
Pero en esa fecha los cien años ya se habían cumplido, y el día en que Preciosa Rosa debía despertar había llegado. Cuando el príncipe se acercó a donde estaba el muro de espinas, no había otra cosa más que bellísimas flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y dejaban pasar al príncipe sin herirlo, y luego se juntaban de nuevo detrás de él como formando una cerca.
En el establo del castillo él vio a los caballos y en los céspedes a los perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del techo estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al palacio, las moscas estaban dormidas sobre las paredes, el cocinero en la cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la criada estaba sentada con la gallina negra que tenía lista para desplumar.
Él siguio avanzando, y en el gran salón vió a toda la corte yaciendo dormida, y por el trono estaban el rey y la reina.
Entonces avanzó aún más, y todo estaba tan silencioso que un respiro podía oirse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan hermosa que él no podía mirar para otro lado, entonces se detuvo y la besó. Pero tan pronto la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y despertó, y lo miró muy dulcemente.
Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina despertaron, y toda la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los caballos en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores saltaron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo sacaron sus cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron al cielo abierto. Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El fuego del hogar alzó sus llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló los pelos al ayudante de tal manera que hasta gritó, y la criada desplumó la gallina dejándola lista para el cocido.
Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa con todo esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.
* * * FIN * * *

El traje nuevo del emperador
Cuento
Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
Cuento clásico: El traje nuevo del emperador

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
– FIN –



¿Qué es una leyenda? 

Una Leyenda es una narración oral o escrita de acontecimientos fantásticos, con una mayor o menor proporción de elementos imaginativos 
Se consideran como parte de la historia de una colectividad o lugar. Se transmite habitualmente de generación en generación, casi siempre de forma oral.


El Cocodrilo
Leyenda Africana
Fábulas y leyendas: El Cocodrilo
Cuentan en Namibia que hace muchísimo tiempo, el cocodrilo era un animal de piel lisa y dorada. Sólo por la noche salía del agua embarrada para que la Luna se reflejara en su maravillosa piel. Era tan brillante y reluciente que causaba la admiración de todos los animales que por allí habitaban.
El cocodrilo se sentía tan halagado y orgulloso, que decidió salir  también durante el día para que todos le contemplaran. Los animales ya no sólo iban a la charca para ver su hermosa piel de oro bajo la luz de la Luna, sino que mañana y tarde, se acercaban a contemplar cómo el cocodrilo refulgía bajo los rayos del cálido Sol.
Pero tanto se quiso lucir el cocodrilo, que el Sol poco a poco fue estropeando su piel. Pronto se volvió fea y cubierta de grandes escamas oscuras. Los animales dejaron de acudir a ver al cocodrilo, y éste sintió una gran vergüenza.
Es por eso que desde entonces, cuando alguien se acerca, el cocodrilo se mete rápidamente en el río y sólo asoma sus intensos ojos.

La leyenda del Maíz.
Leyenda
Fábulas y leyendas: La leyenda del maiz
Los indios aztecas veneraban al dios Quetzalcóatl, que significa Serpiente Emplumada.
Antes de la llegada de ese dios, los aztecas se alimentaban de raíces y animales que cazaban, pero no podían comer maíz porque estaba escondido detrás de las montañas.
Los antiguos dioses habían intentado tiempo atrás separar estas  altas montañas utilizando su fuerza, pero no lo consiguieron, así que los aztecas pidieron ayuda al dios Quezalcóatl.
Quezalcóatl no quiso emplear la fuerza, sino la inteligencia y la astucia, y se transformó en una hormiga negra. Decidió dirigirse a las montañas acompañado de una hormiga roja, dispuesto a conseguir el maíz para su pueblo.
Tras mucho esfuerzo y sin perder el ánimo, Quezalcóatl subió las montañas y cuando llegó a su destino, cogió entre sus mandíbulas un grano maduro de maíz e inició el duro regreso. Entregó el grano a los aztecas que plantaron la semilla, y desde entonces, tuvieron maíz para alimentarse.
Los indios indígenas se convirtieron en un pueblo próspero y feliz para siempre y desde entonces fueron fieles al dios Quetzalcóatl, al que jamás dejaron de adorar por haberles ayudado cuando más lo necesitaban.

¿Qué es una fábula?
La fábula es una composición literaria breve en la que los personajes son animales o cosas que casi siempre presentan características humanas como por ejemplo el hablar. Estas historias concluyen con una enseñanza o moraleja  que suele figurar al final del texto.
Los personajes son animales a los cuales se hace hablar y obrar como personas, y de la que, generalmente, se deduce una enseñanza práctica”. 

El cuervo y el zorro
Fábula
Fábulas: El cuervo y el zorro
Estaba un señor Cuervo posado en un árbol, y tenía en el pico un queso. Atraído por el tufillo, el señor Zorro le habló en estos o parecidos términos: “¡Buenos días, caballero Cuervo! ¡Gallardo y hermoso sois en verdad! Si el canto corresponde a la pluma, os digo que entre los huéspedes de este bosque sois vos el Ave Fénix.”
Al oír esto el Cuervo, no cabía en la piel de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz, abrió el pico, dejando caer el queso.
El Zorro la agarró, y le dijo: “Aprended, señor mío, que el adulador vive siempre a costas del que le atiende; la lección es provechosa; bien vale un queso.”
El Cuervo, avergonzado y mohino, juró, aunque algo tarde, que no caería más en el la trampa


El león enfermo y los zorros
Fábula
Un día el rey león cayó enfermo y su médico, que era una búho, le recomendó hacer reposo durante un tiempo. El león decidió entonces que como iba a permanecer mucho tiempo inactivo, solo y aburrido, que vinieran a visitarlo un animal de cada especie. Se aclaró que se otorgaba total inmunidad contra las garras del león, y que ningún invitado sería atacado.
Fábulas para niños: El león enfermo y los zorros
Así que todos los animales, eligieron un embajador y lo enviaron. Los zorros estaban eligiendo a ver quien sería el elegido, cuando uno de ellos interrumpió la charla y dijo: -¡Vengo de recorrer las inmediaciones de la cueva del león, y he podido ver que las huellas de quienes fueron a visitarlo, están todas en dirección a la entrada!, pero ninguna en dirección opuesta. Creo que este dato por si solo, debe inspirarnos recelo, ya que a pesar de las promesas de inmunidad, es fácil ver como se entra en la casa del león, pero imposible saber cómo se sale. .Jean de la Fontaine  Poeta Francés (1621 – 1695)
Moraleja: En promesas no creas de ávidos malvados, su condición no cambia, ni enfermos ni postrados

El caballo, el buey, el perro y el hombre.
Fábula
Fábula infantil: El caballo, el buey, el perro y el hombre
Cuando Zeus creó al hombre, sólo le concedió unos pocos años de vida. Pero el hombre, poniendo a funcionar su inteligencia, al llegar el invierno edificó una casa y habitó en ella.
Cierto día en que el frío era muy crudo, y la lluvia empezó a caer, no pudiendo el caballo aguantarse más, llegó corriendo a donde el hombre y le pidió que le diera abrigo.
El hombre le dijo que sólo lo haría con una condición: que le cediera una parte de los años que le correspondían. El caballo aceptó.
Poco después se presentó el buey, que tampoco podía sufrir el mal tiempo. El hombre le contestó lo mismo: que lo admitiría si le daba cierto número de sus años. El buey cedió una parte y quedó admitido.
Por fin, llegó el perro, también muriéndose de frío, y cediendo una parte de su tiempo de vida, obtuvo su refugio.
Y he aquí el resultado: cuando los hombres cumplen el tiempo que Zeus les dio, son puros y buenos; cuando llegan a los años pedidos al caballo, son intrépidos y orgullosos; cuando están en los del buey, se dedican a mandar; y cuando llegan a usar el tiempo del perro, al final de su existencia, se vuelven irascibles y malhumorados.
Esopo (S. VII a. C)
Fabulista Griego

Los Ratones poniendo el cascabel al Gato.
Fábula
Fábulas y leyendas: Pón el cascabel al gato
Un hábil gato hacía tal matanza de ratones, que apenas veía uno, era cena servida. Los pocos que quedaban, sin valor para salir de su agujero, se conformaban con su hambre. Para ellos, ese no era un gato, era un diablo carnicero. Una noche en que el gato partió a los tejados en busca de su amor, los ratones hicieron una junta sobre su problema más urgente.

Desde el principio, el ratón más anciano, sabio y prudente, sostuvo que de alguna manera, tarde o temprano, había que idear un medio de modo que siempre avisara la  presencia del gato y pudieran ellos esconderse a tiempo.
Efectivamente, ese era el remedio y no había otro. Todos fueron de la misma opinión, y nada les pareció más indicado.
Uno de los asistentes propuso ponerle un cascabel al cuello del gato, lo que les entusiasmó muchísimo y decían sería una excelente solución. Sólo se presentó una dificultad: quién le ponía el cascabel al gato.
- ¡Yo no, no soy tonto, no voy!
- ¡Ah, yo no sé cómo hacerlo!
En fin, terminó la reunión sin adoptar ningún acuerdo.
 Esopo (S. VII a. C)
Fabulista Griego